País: Guatemala
Celina
era una niña muy bonita. La gente del callejón del Carrocero, en el barrio de
Belén, la veía todos los días y nunca terminaban de admirarla. Y es que
mientras más crecía Celina, más linda se ponía:
-¡Qué
ojos tan hermosos! -¡Sí, tan grandes sus ojos! -¡Y qué pelo el que tiene! -¡Tan
largo y ondulado!
-¡Se
parece a la virgen del Socorro de la catedral!
Y
en verdad, Celina se parecía a la pequeña estatua de la virgen del Socorro,
morena y llena de gracia. Hasta su nombre era extraño, como venido del cielo, o
sacado de algún libro de cuentos.
La
fama de su belleza comenzó a correr por toda la ciudad. Además de ser bonita, verdaderamente
bonita, Celina era muy trabajadora: ayudaba a su mamá a hacer tortillas de maíz
para venderlas en las casas ricas.
Verla
correr por las calles, vendiendo las tortillas que hacía su mamá, era el
deleite de chicos y viejos: todos quedaban impresionados por su belleza.
Una
tarde, a eso de las seis, en la esquina de la calle de Belén y callejón del
Carrocero, sin más ni más, aparecieron cuatro mulas amarradas al poste del
alumbrado eléctrico. Las mulas llevaban cargas de carbón al lomo.
-¿No
serán las mulas del Sombrerón? -comentó una mujer.
-¡Dios
nos libre, ni lo diga, chula! -le respondió otra al pasar.
Esa
noche Celina estaba muy cansada después de haber trabajado todo el día. El
sueño comenzaba a dominarla, cuando oyó una música muy linda: era la voz de
alguien que cantaba acompañado con una guitarra.
-Mamá,
¡oiga esa música!
-¿Qué
música? lo que pasa es que te está venciendo el sueño. -¡No, mamá, oiga qué
belleza!
Pero
la tortillera no oía ninguna música.
-Lo mejor es que te duermas, mi niña.
Celina
no podía dormir oyendo aquella música encantadora. Hasta sus oídos llego
claramente la voz cantarina que decía:
-
“Eres palomita blanca como la flor del limón si no me das tu palabra me moriré
de pasión”.
A
las once de la noche, el callejón quedó en silencio y la recua de las mulas
carboneras se perdió en la oscuridad. Noche a noche se repitió lo mismo, lo
único que la gente notaba eran las mulas con su carga de carbón, atadas al
poste, en cambio Celina, se deleitaba con las canciones que escuchaba.
Una
noche, a escondidas de su mamá, Celina salió a espiar en la oscuridad porque
quería conocer al dueño de la voz. Por poco se muere del susto. ¡Era el
Sombrerón! un hombrecito con un sombrero gigantesco, zapaticos de charol y
espuelas de plata. Mientras bailaba y cantaba tocando su guitarrita de nácar,
enamoraba a la niña:
Los
luceros en el cielo
Caminan
de dos en dos
Así
caminan mis ojos
Cuando
voy detrás de vos…
¡Celina
no pudo dormir esa noche! No podía dejar de pensar en el Sombrerón. Todo el día
siguiente lo pasó recordado los versos, Quería y no quería que llegara la
noche; quería y no quería volver a ver al Sombrerón. Esa semana Celina dejó de
comer, dejó de sonreír.
-¿Qué
te pasa hijita? -Le decía su mamá-. ¿Te duele algo? ¿Estás enferma? –Pero
Celina no hablaba.
-La
habrá enamorado el Sombrerón –Le dijeron y la tortillera desesperada, siguiendo
consejos de los vecinos, la llevó lejos de su casa y la encerró en una iglesia.
Porque la gente cree que los fantasmas no pueden entrar en las iglesias.
A
la noche siguiente llegó el Sombrerón al callejón del Carrocero, pero no
encontró a la niña. Se puso como loco y comenzó a buscarla por toda la ciudad,
sin encontrarla. Al amanecer se alejó, silencioso, con su recua de mulas atrás.
La
mamá de Celina y los vecinos estaban contentos, porque habían logrado liberarla
del Sombrerón. Pero Celina, encerrada en la iglesia, enfermó de pura tristeza y
amaneció muerta un día.
Estaban
todos velando a la niña, en casa de la tortillera, cuando escucharon un llanto
desgarrador que los heló del susto. ¡Era el Sombrerón que venía arrastrando sus
mulas! Se detuvo junto al poste de la esquina y comenzó a llorar:
Corazón
de palo santo ramo de limón florido ¿por qué dejas en el olvido a quien te ha
querido tanto? ¡Aaaaaaay… aaay!
Mañana
cuando te vayas Voy a salir a al camino para llenar tu pañuelo de lágrimas y
suspiros.
Nadie
supo a qué hora se fue el Sombrerón. Se fue alejando, llorando, llorando, hasta
que se fundió en la noche oscura. A la mañana, cuando los dolientes salieron de
la casa de la tortillera, se quedaron maravillados: ¡Había un reguero de
lágrimas cristalizadas, como goterones brillantes, sobre las piedras lejas de
la calle!
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